GRAN REFLEXIÓN…
Marta, una mujer de 34 años, se encontraba en uno de los momentos más difíciles de su vida. Era madre soltera, luchando día a día para darle una vida digna a su hijo Lucas, de apenas 7 años.
Había perdido su trabajo recientemente, y sus ahorros apenas le alcanzaban para lo básico. Aun así, Marta nunca dejaba que la desesperación la venciera. Con esfuerzo y mucho amor, trataba de que a Lucas no le faltara nada, aunque ella misma tuviera que sacrificarse.
Era una tarde lluviosa cuando Marta fue al supermercado a comprar algo de comida. Con el poco dinero que le quedaba, calculaba mentalmente cada centavo, asegurándose de que no excediera su presupuesto. Caminaba por los pasillos mientras Lucas, con su típica alegría infantil, correteaba entre los estantes, ajeno a las preocupaciones de su madre.
Al llegar a la caja, Marta notó a un anciano que estaba delante de ella en la fila. Parecía tener alrededor de 80 años, su ropa estaba un poco gastada, y su caminar era lento y pesado.
El hombre colocaba cuidadosamente algunos artículos en la cinta transportadora: una barra de pan, una lata de sopa y una pequeña caja de leche. Parecía que había escogido solo lo esencial.
Cuando la cajera le dio el total, el anciano metió la mano en su bolsillo y sacó unas pocas monedas. Su rostro se tornó preocupado al darse cuenta de que no tenía suficiente dinero para pagar lo que había comprado. Empezó a buscar con nerviosismo en sus bolsillos, pero no encontraba más. Marta observó la escena con el corazón encogido. Sin pensarlo dos veces, dio un paso adelante.
“Perdone, señor,” dijo con una sonrisa amable, “yo pagaré por usted.”
El anciano la miró sorprendido. “No puedo aceptar eso, hija. Yo… no quiero ser una carga.”
Marta insistió, sin darle importancia al poco dinero que tenía. “No se preocupe. Todos necesitamos un poco de ayuda de vez en cuando.”
La cajera, también conmovida por el gesto, aceptó el dinero de Marta y procesó la compra. El anciano, visiblemente emocionado, agradeció con los ojos llenos de lágrimas. “Dios te bendiga, hija. No sabes lo mucho que esto significa para mí.”
Marta sonrió nuevamente, le entregó la bolsa con su compra y continuó con la suya. Salió del supermercado sintiendo una extraña paz en su interior. Aunque sabía que sus recursos eran limitados, ayudar a ese anciano le había dado una gran satisfacción.
A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno para Lucas, su teléfono sonó. Al contestar, una voz masculina, formal pero amable, habló al otro lado de la línea.
“¿Señora Marta Rodríguez?” preguntó.
“Sí, soy yo. ¿Quién habla?” respondió ella, confundida.
“Mi nombre es Tomás Aguilar, abogado de la familia Montalvo. Llamo en relación a un encuentro que tuvo ayer en el supermercado con un anciano. Ese anciano era don Manuel Montalvo, uno de los hombres más ricos y respetados de la ciudad.”
Marta se quedó en silencio, sin poder entender del todo lo que le estaban diciendo.
“Don Manuel es dueño de una importante cadena de empresas, y ayer usted hizo un gesto de gran bondad hacia él. Mi cliente quedó tan impresionado por su generosidad que me ha pedido que le haga una oferta. Quiere recompensarla por su amabilidad.”
Marta, incrédula, tartamudeó. “Pero… no hice nada por una recompensa. Solo quería ayudar.”
“Precisamente por eso, señora,” continuó el abogado, “don Manuel aprecia su humildad. Me ha pedido que le ofrezca un empleo en una de sus empresas, un puesto de confianza con un buen salario. Además, desea ayudarla a asegurar el futuro de su hijo.”
Marta apenas podía contener las lágrimas. Todo esto le parecía un sueño, algo imposible. “No sé qué decir… Esto es demasiado.”
“Don Manuel no lo ve así. Él cree que las personas como usted, con un corazón tan generoso, merecen oportunidades. Si está de acuerdo, podemos concretar una cita para que pueda conocer los detalles.”
Marta, todavía en shock, aceptó. Colgó el teléfono y se quedó sentada, mirando a Lucas, quien jugaba despreocupado en la sala. Todo lo que había hecho era un pequeño acto de bondad, pero jamás habría imaginado que la vida le devolvería el gesto de una forma tan inesperada y grandiosa.
Ese día, Marta comprendió que, a veces, los gestos más simples pueden cambiar una vida. Y que la bondad, incluso en los momentos más oscuros, siempre encuentra una manera de regresar a quienes la siembran.